La chica de las flores. |
La noche era muy cerrada. Solo había unas cuantas estrellas
que podrían ser fácilmente luces de aviones. Y en una ventana, en el barrio mas
alejado, pobre y oscuro de Madrid, Alan, un muchacho que pasaría por mendigo,
lloraba tristemente. Nadie sabía por qué lo hacía. Su madre, preocupada, había
intentado hablar con él, pero Alan solo decía nombres, y la llamaba sin cesar.
Entre llanto y llanto el chico iba recordando todo,
queriendo olvidarlo. Apretó los puños mientras recordaba sus ojos color miel,
su piel morena aceitunada, su sonrisa de felicidad, y su grito.
No era difícil olvidar, sobre todo para Alan, y sabía que
aquel día horrible, aquel día en que todo ocurrió. Lo que mejor veía era un sol
de verano, sin ninguna imperfección, una ciudad de Madrid, llena de actividad,
y un banco rodeado de flores. Ese banco aún seguía ahí, pero estaba vacío.
Antes, cada tarde de aquel verano, una chica se sentaba en un extremo de éste y
con un libro ajado se marchaba de aquel mundo.
Y Alan, también cada tarde de ese verano, le llevaba una
flor, un color cada día. Se la colocaba en el regazo, mientras ella abandonaba
su imaginación para mirarle, y luego comenzaban a trenzar con el largo talo de
la flor un trenza que luego tiraban al río. Era el momento preferido de Alan,
su momento de felicidad, y sobre todo le gustaba porque era algo que nadie le
podía quitar, como habían hecho con todo lo demás de su vida. Pero ese momento
no, eso nadie se lo quitaba.
Pero un día, un día en que llevó su preciosa flor blanca, el
banco estaba vacío. No había nadie, y miró a su alrededor, pero nada de nuevo.
Y alguien gritó su nombre. Era aquella preciosa voz con la
que trenzaba el tallo de cada flor, rodeada de aquel precioso cabello castaño.
Estaba al otro lado de la carretera. Alan sonrió, pues
pensaba que la chica de la flor no vendría ese día con su precioso libro ajado
y su deslumbrante sonrisa. Pero ahí estaba ella, mirándole con aquellos ojos
preciosos, y caminando hacia él. Alan también andó, acercándose más a ella.
El sonido fue aún más fuerte que los pensamientos de Alan.
El coche llegó más rápido que su advertencia y la mirada de la chica de las
flores fue más rápida que sus brazos. El enorme coche azul pasó, y la chica
gritó por última vez.
Alan también grito, más fuerte que todas las personas que
contemplaban la escena, mientras corría hacia la chica de las flores. Le gritó
su nombre, pero no la tocó, sabía que no debía hacerlo, que sería peor. Mucha
gente los empezó a rodear, muchos sacaron sus móviles para llamar a urgencias,
que llegaron en cuestión de segundos. Alan intentó librarse de los brazos que
lo rodeaban, quería ir hacia ella, quería gritarle que no se fuera, pero más y
más gente lo sujetaba.
Y no fue hasta que vio que le metían en una bolsa cuando se
dio cuenta de que la flor blanca jamás le llegaría, de que sus ojos Caramelo no
volvería a leer nunca más, que su sonrisa ya no saldría nunca más a la luz.
Y siguió llorando junto a la venta. La chica de las flores
que tanto quería, con la que tanto había aprendido jamás volvería. Se escapó de
casa esa noche, y corrió al banco, junto al río. En la carretera ya habían
retirado las cintas de la escena del atropello. Se dejó caer junto al banco
corriendo. Las farolas estaban encendidas, pero en las calles no había nadie, y
las estrellas se movían demasiado rápido. Alan escuchaba el movimiento de las
olas del río, los árboles que a su lado se movían, el sonido de un neon
encendido en alguna tienda, pero no escuchaba risas, no escuchaba pájaros
cantando, no escuchaba música, todo había muerto con ella.
La piedra del banco estaba fría, también había muerto. Ya
nada le importaba, le habían arrebatado lo único feliz que le quedaba, su
precioso momento, lleno de flores, libros y risas. ¿y que sentido tenía ya
seguir adelante? ¿Cómo lo haría? Ya nunca podría ser feliz. No podía vivir si
ella, sin la chica de las flores.
Y fue cuando todo estaba más oscuro que nunca cuando la
escuchó reír. Lentamente levantó la cabeza del banco, y ahí estaba con su
libro, sus ojos y su sonrisa. Era ella, la chica de las flores. Le sonreía,
como cada vez que se veían en esas tardes de verano. Estaba ahí.
La chica de las flores le acarició el hombro, mientras no
dejaba de reír. Alan se sentó lentamente junto a ella, y saco la flor blanca
que guardaba en su bolsillo. El tallo se había torcido, pero podía trenzarse
aun. Los pétalos estaban ajados como las hojas de su libro, pero aun era bella,
como ella.
Se la dejó en el regazo, y ella la trenzó rápidamente, con
delicadeza y elegancia. Cuando acabó los dos se levantaron y se dirigieron a la
barandilla donde lanzaban las flores de colores para tirar la rosa blanca. Lo
hizo ella, mientras Alan la contemplaba. No dijo nada, simplemente le volvió a
sonreír.
Alan también sonrió. Solo tenía ojos para ella, la chica de
las flores. Era hermosa, y no se había ido, seguía ahí con él, para siempre.
No la retuvo cuando le volvió a sonreír lentamente y se fue
alejando hacia el banco. Cuando lo alcanzó, se fue haciendo más etérea, hasta
el punto de desaparecer por completó.
Como un sonámbulo, regresó a casa, sin ninguna flor, sin ningún
libro, y sin ninguna lágrima. Una sonrisa inundaba su rostro, había vuelto a
ser feliz después de creer que nunca lo haría.
Llegó a casa muy diferente de cómo había salido corriendo.
Su madre dejó de llorar al verlo aparecer. Corrió a abrazarle sin previo aviso,
y Alan no la retuvo. El pidió que no lo volviera a hacer, que jamás la dejara,
que sin el ella no sería nada. Alan no dijo nada, solo la abrazó, cerró los
ojos y le susurró.
-Está bien, mamá, Clara está bien- dijo simplemente. Su
nombre siempre le recordaría ese libro ajado, esas flores de colores y ese
banco de piedra. Pero ahora se dio cuenta de que no quería olvidarlo, nunca
querría olvidarlo.
Y así visitó cada tarde el banco con una flor diferente cada
día. La trenzaba el mismo y luego la tiraba al río. Y cada aniversario de
muerte de Clara, traía una flor blanca, que la trenzaba pensando más que nunca
en ella y la tiraba a la carretera, pero por la noche volvía, la recogía y la
tiraba al río.
Así pasó su vida, más feliz que ningún niño, chico, hombre o
anciano del mundo. Y el día que sabía que sería su muerte, se puso en medio de
la carretera, abrió los brazos con una rosa blanca en la mano, y sonrió.
-Vuelvo contigo, Clara- le dijo al cielo, mientras un coche
azul se acercaba-, con tu rosa blanca.
Así, el coche no tuvo tiempo de verlo, llegó antes de que
nadie se diera cuenta. Así volvió con ella, con sus preciosos ojos caramelo, su
sonrisa de felicidad y se sentaron cada noche juntos en el banco de piedra,
hasta el final de cada tarde, trenzando flores, leyendo libros y riendo como si
cada tarde fuera la ultima, y así había sido, ¿no?